Por Rocío Priegue para El Gato y La Caja.
La siguiente nota fue realizada en colaboración con el Laboratorio de Aceleración del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) de Argentina y con el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación (MinCyT). Pero la siguiente nota no es sobre organismos, sino sobre ciudadanas y ciudadanos. Y la ciencia que sabemos conseguir.
Es cierto que hay tantas formas de hacer ciencia como personas que hacen ciencia, o incluso más. Entre todas esas multiplicidades, aparece la intersección con la ciudadanía. La ciencia ciudadana es el esfuerzo de investigación científica, colectivo, participativo y abierto, destinado a producir nuevo conocimiento e impulsado por distintos tipos de actoras y actores, que no están necesariamente dentro de los ámbitos académicos. Pero a una práctica tan particular, es difícil conocerla por su definición. Probablemente sea preferible acercarnos mediante las historias que la construyen. Participar en un proyecto de ciencia ciudadana es ser parte de estas historias.
Una puerta a muchos lugares
En la provincia de Buenos Aires hay una ciudad que se llama Pergamino. Según cierta leyenda, su nombre se debe a que encontraron, a la orilla de un arroyo, unos pergaminos y unos libros forrados en pergamino. Otras versiones sugieren que el nombre es una españolización de voces indígenas, que perca (herrumbre) y minú (abajo) devinieron en Pergamino. De cualquier modo, el nombre parece acertado: esas vastas extensiones de tierra a las que parte el sol parecen, en efecto, un pergamino. Uno particularmente fértil, como esos papeles húmedos donde niñas y niños germinan porotos en las escuelas. No por nada, Pergamino es, desde 1997, la capital nacional de la semilla.
Pero esa tierra agrietada del verano también puede ser extremadamente fría en invierno, de ese frío que perfora los huesos. Así se sentía durante la reunión que unos investigadores tuvieron con maiceros locales mientras, intentando que el mate calentito hiciera el asunto más tolerable, recorrían el campo experimental del INTA Pergamino. ¿El objetivo de la reunión? Discutir y compartir técnicas, herramientas y todo lo que rodea al grano de maíz.
La conversación era animada. El tema, interesante. Lo único bueno de que el encuentro llegara al final era la perspectiva de subirse al auto y prender la calefacción. Pero claro, una tarea aparentemente tan sencilla se vuelve más complicada cuando resulta que las llaves del auto quedaron adentro. De pronto, la jornada involucraba un desafío extra. Toda la interdisciplina que hasta hacía unas horas se había puesto al servicio del cultivo de maíz, ahora había que aplicarla a abrir esa puerta. Sacar la llave no era opción, al menos sin afrontar los costos de un vidrio roto. Buscar la de repuesto tampoco, estaba a 200 kilómetros. Tenía que haber otra forma.
La solución llegó con un alambre, un recurso viejo, pero efectivo cuando está en las manos correctas. La puerta finalmente se abrió y los investigadores subieron al auto para emprender el regreso. Pero la tierra, las semillas y las experiencias compartidas tienen cierto poder. Cierta gravitación, podría decirse. Porque entonces, tres de las personas que debían volver en ese auto a la Ciudad de Buenos Aires cambiaron de parecer. Decidieron quedarse en Pergamino. Invertir unos días más en el campo frío, discutiendo de producción agropecuaria, transgénicos y orgánicos. Pasa mucho eso en ciencia: a veces cuesta abrir una puerta, pero una vez abierta, suele conducir a muchos lugares. Algunos, bastante inesperados.
Las y los protagonistas de esta historia forman parte de Bioleft, una comunidad de intercambio y mejoramiento de semillas de código abierto para ofrecer soluciones a los desafíos de la agricultura. Y esta es solo una de las muchas iniciativas de ciencia ciudadana que se desarrollan en Argentina. ¿Por qué hacer ciencia ciudadana? Este tipo de proyectos son la respuesta: porque hay cosas que solo se pueden hacer con un enfoque de comunidad. Ciencia al servicio de personas reales para resolver problemas concretos.
Astronautas en un arroyo
La ciudad de La Plata es conocida por sus calles numeradas, sus diagonales, la catedral, el museo de ciencias naturales y el Estadio Único, no tanto por sus arroyos. Pero esos arroyos existen. Cruzan la ciudad como venas y se rodean de viviendas menos deslumbrantes que la catedral. Son aguas que están vivas. Encierran una gran diversidad biológica, quizás mayor que la del museo.
Un día, en uno de esos arroyos, un grupo de investigadores recolectaba muestras de agua para llevarlas al laboratorio y luego realizarles análisis físico-químicos y determinar su calidad. Caminaban despacio por la orilla, enfundados en trajes como si fueran astronautas, y registraban, además, información relevante para su trabajo, como la vegetación cercana al lugar en el que se tomó la muestra y el tipo de suelo. A pocos metros, un grupo de niños —vecinos del arroyo— jugaba con parte de la atención puesta en el juego y otra parte en el grupo de investigación. Después de un rato, se acercaron a curiosear. ¿Qué hacían esas personas extrañas con trajes raros? Cuando les explicaron, un niño dijo en voz alta lo que el resto también pensaba:
—¡Ah, pero es re fácil!
—¿Sí? ¿Tan fácil? —los investigadores les dieron una planilla a ellos también y les dijeron que la completaran. El desafío fue aceptado. El pequeño grupo se alejó con paso seguro, y empezaron a llenar los campos: presencia de árboles: sí, cantidad de residuos cercanos: algunas bolsas y un par de botellas, tipo de suelo: barro. A los diez minutos, devolvieron la planilla completa. El trabajo de esos astronautas era verdaderamente mucho más fácil de lo que habían pensado al verlos de lejos.
Lo que los niños no sabían era que ese trabajo iba mucho más allá y era mucho más complejo que llenar planillas y frascos. Lo que los investigadores no sabían — y aprendieron ese día— era que gran parte de lo que hacían era perfectamente accesible para otras personas aunque no tuvieran formación científica.
Esa tarde, los investigadores se fueron con muchos frascos con agua del arroyo, decenas de planillas completas y una idea clara: era necesario encontrar la forma de involucrar a las comunidades en el muestreo que estaban haciendo. Había que encontrar protocolos que fueran tan accesibles como robustos y, una vez encontrados, había que implementarlos. Entonces, se dedicaron a diseñar el mejor experimento posible y dejaron a las y los vecinos la tarea de recolectar los datos y reportarlos (y luego los volvieron a hacer protagonistas a la hora de analizarlos).
Seis meses después, a la orilla del mismo arroyo, junto con los mismos chicos y otros vecinos y vecinas, se llevaba a cabo la primera prueba de AppEAR, una aplicación de código abierto para estudiar los ecosistemas acuáticos de agua dulce y construir —con participación ciudadana— un mapa de calidad de los ríos, lagos y estuarios.
Historias como esta nos muestran que la clave de hacer ciencia ciudadana siempre está en conjugar los métodos de la investigación científica con los conocimientos locales, y aprovechar la capacidad para recolectar datos que aparece cuando se involucra mucha gente. La ciencia (o mejor dicho, quienes la ejercen) puede ofrecer herramientas para transformar la realidad. Porque conocer el mundo permite diseñarlo. Porque entender los procesos permite predecirlos. Y porque al final del día, el sujeto del conocimiento siempre es colectivo. Cuando se hace ciencia ciudadana, más aún.
El perro entero
Estas historias nos dieron un primer acercamiento a algunas preguntas importantes: ¿para qué sirve la ciencia ciudadana? Para resolver problemas concretos y reales. ¿Por qué hacer ciencia ciudadana? Porque hay cosas que sólo se pueden abordar con un enfoque de comunidad. ¿Cómo se hace ciencia ciudadana? Conjugando los métodos de la investigación científica con los conocimientos locales. Hasta acá, perfecto.
Pero queda una pregunta que todavía se puede responder mejor: ¿qué es la ciencia ciudadana? Intuimos que la respuesta es mucho más que lo que entra en una definición. Así que preguntemos de nuevo. Preguntemos mejor. ¿Cómo luce la ciencia ciudadana? ¿Qué aspecto tiene? ¿Qué forma adopta cuando se materializa en el mundo real?
La respuesta, inevitablemente, estalla en una multiplicación:
Ciencia ciudadana es un grupo de fotógrafos de embarcaciones turísticas compartiéndole medio millón de fotos de ballenas a una investigadora para que profundice su conocimiento de los ejemplares. Ciencia ciudadana es el dueño de una fábrica de pastas subido al techo de su local, filmando una inundación, y que ese video sirva para tomar acciones para mitigar inundaciones futuras. Ciencia ciudadana es una persona preocupada cargando en una app una foto de una vinchuca que encontró en su casa y que un investigador la tranquilice avisándole que se trata de otro bicho. Es un aficionado al avistaje de aves que aprovecha sus salidas para registrar en una aplicación lo que observó y así ayudar a monitorear abundancia y distribución de las especies. Es un aula que minimiza la probabilidad de contagio de enfermedades respiratorias porque monitorea los niveles de dióxido de carbono en el aire mediante un artefacto armado por su propia comunidad. Es la participación de vecinos de la Cuenca Matanza-Riachuelo para controlar el plan de saneamiento y modificar las actividades económicas de impacto negativo. Es un mapa con la distribución de distintas especies de mosquito construido a partir del aporte que hace cada ciudadana y ciudadano desde su celular. Ciencia ciudadana son estudiantes de una escuela rural registrando precipitaciones que no había captado ningún registro oficial y explicando así una crecida que parecía no tener explicación. Es la presidenta de un centro vecinal pidiendo ayuda en la universidad para resolver inundaciones y desbordes cloacales. Es un productor agropecuario presentando sus resultados en un congreso académico. Una estudiante andando en bicicleta con un medidor enganchado para monitorear la calidad del aire y que luego esos datos se utilicen para diseñar políticas públicas ambientales. Una persona cambiando sus hábitos de consumo después de haber estudiado la cantidad y composición de sus residuos domiciliarios. Un buzo tomando muestras para que investigadoras e investigadores puedan controlar la calidad del agua de mar. Un pescador que cada vez que se encuentra algún tiburón lo marca de manera responsable y segura e informa su presencia. Ciencia ciudadana es un niño con la capacidad de cambiar el nombre y la intención de todo un proyecto de investigación. ¿Cómo? Advirtiéndole a un equipo de investigadores que adoptar una parte de un arroyo no tiene sentido porque sería como adoptar solo la oreja de un perro, que lo que corresponde es adoptar todo el arroyo y su cuenca de aporte: el perro entero.
El lugar donde vivimos
Para quienes trabajan investigando, hay preguntas que son difíciles de responder y hay otras que, directamente, son difíciles de formular. Muchas veces, la clave para hacerse esas preguntas la tienen las personas que viven todos los días junto a una problemática en particular. Frente a una demanda de la comunidad, las y los investigadores pueden aportar no solo el marco teórico sino también herramientas para conseguir y analizar mejor los datos.
Cuando se hace ciencia ciudadana, independientemente de si la pregunta sale de un grupo de investigación o de la comunidad, generalmente son las ciudadanas y los ciudadanos quienes llevan a cabo la mayor parte de la recolección de datos, porque están en el lugar indicado en el momento correcto, y porque en lo que a datos respecta, suele ser cierto que más es mejor. A la vez, partir de preguntas concretas permite que los resultados puedan servir para dar respuestas reales. En conjunto, datos y preguntas son un gran insumo para desarrollar políticas públicas que atiendan las necesidades de cada comunidad.
Escribir sobre qué es o cómo se hace la ciencia ciudadana es un desafío porque esta tiene tantos matices como proyectos hay. Algunos se circunscriben a localidades de pocos miles de habitantes y otros operan a lo largo y ancho del país, o incluso salen de las fronteras. Hay proyectos que trabajan con subcomunidades particulares (por ejemplo, algunas escuelas o pescadores de una ciudad) y otros en los que puede participar cualquier persona que se descargue una aplicación en el celular. En ciertos casos, es la comunidad la que va a tocar la puerta de un instituto de investigación para pensar en conjunto una idea desde cero y en otros es el grupo de investigación el que la dispara y pide participación.
Hacer ciencia ciudadana es un montón de cosas distintas pero, sobre todo, es empujar a que el lugar donde vivimos sea un poquito más como nos gustaría que fuera.
Fuente: El Gato y La Caja.