La Agencia de Noticias Científicas dialogó con la antropóloga Laura Panizo, que analiza las prácticas en redes sociales para recordar a los seres queridos y el caso “especial” de Maradona.
La digitalización ha impactado en todos los aspectos de la vida cotidiana y la muerte no es una excepción. Algunas redes sociales, como Instagram y Facebook, permiten que el perfil del fallecido se convierta en uno conmemorativo; otras, como Twitter, solo habilitan que un familiar directo cierre la cuenta con la presentación de algunos papeles. Parece ser que no es algo menor evaluar qué sucederá con los perfiles virtuales una vez que los cuerpos sean cenizas. Incluso, un estudio de Oxford demuestra que para 2100 más de 4.900 millones de usuarios de Facebook habrán muerto. Ahora bien, ¿qué sucede con las personas que quedan y los perfiles virtuales de los fallecidos? ¿Cómo se moldean las relaciones entre los vivos y los muertos en línea?
La transición de una persona de la vida hacia la muerte está marcada por dos momentos que se retroalimentan. Por un lado, el duelo, es decir, los procesos psíquicos que experimenta la persona para afrontar la pérdida de un ser querido. Y por el otro, el luto, que son aquellas prácticas sociales y colectivas que acompañan el duelo. Para ampliar los horizontes del pensamiento, al respecto, la antropóloga Laura Panizo explica a la Agencia de Noticias Científicas de la UNQ: “Es difícil pensar el proceso de duelo si no se tiene en cuenta la dimensión social de la muerte. En este caso, las redes sociales son algo más de este momento, pero no lo único. Es un fenómeno más de la globalización y, con ello, de todos los vínculos dinámicos que se generan y fluyen”, detalla Panizo.
También, agrega: “Sonprácticas novedosas que contribuyen al recuerdo y a las relaciones que se generan entre los muertos y los vivos. Las prácticas cambian y acompañan los procesos sociales. Siempre ha sido así”.
Traer a la vida
Más allá de si son conmemorativos o no, que los perfiles virtuales de las personas fallecidas sean públicos implica que cualquiera pueda ver lo qué hacía y decía (y lo que dejaba de hacer y decir) este individuo cuando estaba con vida. En este sentido, se podría pensar que las prácticas cambiaron y que los que ya no están de alguna manera quedan inmortalizados en sus redes sociales.
En este sentido, la también investigadora de Conicet plantea que verdaderamente el foco hay que ponerlo en quien es la persona que hace uso de la tecnología para recordar al fallecido y qué vínculo tenía. “El punto es el tipo de vínculo que generan determinadas relaciones sociales. Si el que mira las redes del fallecido no era un familiar cercano, ahí sí se da la práctica de traer a la persona en vida. Lo que puede llegar a hacer la red social es que el difunto cobre más significado a través de otro tipo de presencia para alguien que no lo tenía tan presente ni sabía tanto de su vida”.
Además, la especialista recalca que el vínculo que se construye entre los vivos y los fallecidos está determinado no solo por el sujeto social que lo recuerda, sino también por quién murió y cómo: si el final de su vida fue violento o extraordinario y por el tipo de relación que tenía con el deudo.
El caso Maradona
A más de dos años, la muerte de Diego Maradona sigue dando que hablar. Por un lado, recientemente fue noticia luego de que las publicaciones en las que él demostraba su apoyo al kirchnerismo hayan sido eliminadas. Por el otro, sus seguidores vuelven una y otra vez a su perfil de Instagram para declararle su amor y tristeza.
Así, Panizo analiza: “El caso de Maradona entra en un tipo de muerte muy especial. Él es considerado un santo o un héroe y es, además, una persona que sufre en vida. Este tipo de relaciones alimentan determinados vínculos con sus seguidores. Este tipo de vínculo y de prácticas que se dan en las redes hay que conectarla con la muerte en sí. No es la muerte de cualquiera, sino de alguien que es santificado popularmente”.
La experta continúa: “Las redes sociales permiten la posibilidad de honrar, es como cuando das ofrendas en el altar y pedís algo. El análisis tiene que entrar en el tipo de devoción que genera. Quizás alguien que no conoce tanto al que fallece, puede entrar un poco más en detalle de quién era esa persona a partir de las redes”.
Asimismo, la Agencia de Noticias Científicas de la UNQ consultó a Panizo sobre qué sucede con aquellas personas que, una vez fallecido, priorizan las críticas a la vida personal de Maradona frente a las que lo suben a una especie de pedestal por su arte futbolístico. La antropóloga desmenuza: “Cuando sucede esta muerte, tanto unos como otros comienzan a perdonar. Se generan marcos interpretativos o hitos identitarios a través de los cuales se recuerda a la persona”.
Y define: “La memoria tiene que ver con construir lo que uno quiere recordar y el sentido que le da a esta persona”.
La siguiente nota fue realizada en colaboración con el Laboratorio de Aceleración del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) de Argentina y con el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación (MinCyT). Pero la siguiente nota no es sobre organismos, sino sobre ciudadanas y ciudadanos. Y la ciencia que sabemos conseguir.
Es cierto que hay tantas formas de hacer ciencia como personas que hacen ciencia, o incluso más. Entre todas esas multiplicidades, aparece la intersección con la ciudadanía. La ciencia ciudadana es el esfuerzo de investigación científica, colectivo, participativo y abierto, destinado a producir nuevo conocimiento e impulsado por distintos tipos de actoras y actores, que no están necesariamente dentro de los ámbitos académicos. Pero a una práctica tan particular, es difícil conocerla por su definición. Probablemente sea preferible acercarnos mediante las historias que la construyen. Participar en un proyecto de ciencia ciudadana es ser parte de estas historias.
Una puerta a muchos lugares
En la provincia de Buenos Aires hay una ciudad que se llama Pergamino. Según cierta leyenda, su nombre se debe a que encontraron, a la orilla de un arroyo, unos pergaminos y unos libros forrados en pergamino. Otras versiones sugieren que el nombre es una españolización de voces indígenas, que perca (herrumbre) y minú (abajo) devinieron en Pergamino. De cualquier modo, el nombre parece acertado: esas vastas extensiones de tierra a las que parte el sol parecen, en efecto, un pergamino. Uno particularmente fértil, como esos papeles húmedos donde niñas y niños germinan porotos en las escuelas. No por nada, Pergamino es, desde 1997, la capital nacional de la semilla.
Pero esa tierra agrietada del verano también puede ser extremadamente fría en invierno, de ese frío que perfora los huesos. Así se sentía durante la reunión que unos investigadores tuvieron con maiceros locales mientras, intentando que el mate calentito hiciera el asunto más tolerable, recorrían el campo experimental del INTA Pergamino. ¿El objetivo de la reunión? Discutir y compartir técnicas, herramientas y todo lo que rodea al grano de maíz.
La conversación era animada. El tema, interesante. Lo único bueno de que el encuentro llegara al final era la perspectiva de subirse al auto y prender la calefacción. Pero claro, una tarea aparentemente tan sencilla se vuelve más complicada cuando resulta que las llaves del auto quedaron adentro. De pronto, la jornada involucraba un desafío extra. Toda la interdisciplina que hasta hacía unas horas se había puesto al servicio del cultivo de maíz, ahora había que aplicarla a abrir esa puerta. Sacar la llave no era opción, al menos sin afrontar los costos de un vidrio roto. Buscar la de repuesto tampoco, estaba a 200 kilómetros. Tenía que haber otra forma.
La solución llegó con un alambre, un recurso viejo, pero efectivo cuando está en las manos correctas. La puerta finalmente se abrió y los investigadores subieron al auto para emprender el regreso. Pero la tierra, las semillas y las experiencias compartidas tienen cierto poder. Cierta gravitación, podría decirse. Porque entonces, tres de las personas que debían volver en ese auto a la Ciudad de Buenos Aires cambiaron de parecer. Decidieron quedarse en Pergamino. Invertir unos días más en el campo frío, discutiendo de producción agropecuaria, transgénicos y orgánicos. Pasa mucho eso en ciencia: a veces cuesta abrir una puerta, pero una vez abierta, suele conducir a muchos lugares. Algunos, bastante inesperados.
Las y los protagonistas de esta historia forman parte de Bioleft, una comunidad de intercambio y mejoramiento de semillas de código abierto para ofrecer soluciones a los desafíos de la agricultura. Y esta es solo una de las muchas iniciativas de ciencia ciudadana que se desarrollan en Argentina. ¿Por qué hacer ciencia ciudadana? Este tipo de proyectos son la respuesta: porque hay cosas que solo se pueden hacer con un enfoque de comunidad. Ciencia al servicio de personas reales para resolver problemas concretos.
Astronautas en un arroyo
La ciudad de La Plata es conocida por sus calles numeradas, sus diagonales, la catedral, el museo de ciencias naturales y el Estadio Único, no tanto por sus arroyos. Pero esos arroyos existen. Cruzan la ciudad como venas y se rodean de viviendas menos deslumbrantes que la catedral. Son aguas que están vivas. Encierran una gran diversidad biológica, quizás mayor que la del museo.
Un día, en uno de esos arroyos, un grupo de investigadores recolectaba muestras de agua para llevarlas al laboratorio y luego realizarles análisis físico-químicos y determinar su calidad. Caminaban despacio por la orilla, enfundados en trajes como si fueran astronautas, y registraban, además, información relevante para su trabajo, como la vegetación cercana al lugar en el que se tomó la muestra y el tipo de suelo. A pocos metros, un grupo de niños —vecinos del arroyo— jugaba con parte de la atención puesta en el juego y otra parte en el grupo de investigación. Después de un rato, se acercaron a curiosear. ¿Qué hacían esas personas extrañas con trajes raros? Cuando les explicaron, un niño dijo en voz alta lo que el resto también pensaba:
—¡Ah, pero es re fácil!
—¿Sí? ¿Tan fácil? —los investigadores les dieron una planilla a ellos también y les dijeron que la completaran. El desafío fue aceptado. El pequeño grupo se alejó con paso seguro, y empezaron a llenar los campos: presencia de árboles: sí, cantidad de residuos cercanos: algunas bolsas y un par de botellas, tipo de suelo: barro. A los diez minutos, devolvieron la planilla completa. El trabajo de esos astronautas era verdaderamente mucho más fácil de lo que habían pensado al verlos de lejos.
Lo que los niños no sabían era que ese trabajo iba mucho más allá y era mucho más complejo que llenar planillas y frascos. Lo que los investigadores no sabían — y aprendieron ese día— era que gran parte de lo que hacían era perfectamente accesible para otras personas aunque no tuvieran formación científica.
Esa tarde, los investigadores se fueron con muchos frascos con agua del arroyo, decenas de planillas completas y una idea clara: era necesario encontrar la forma de involucrar a las comunidades en el muestreo que estaban haciendo. Había que encontrar protocolos que fueran tan accesibles como robustos y, una vez encontrados, había que implementarlos. Entonces, se dedicaron a diseñar el mejor experimento posible y dejaron a las y los vecinos la tarea de recolectar los datos y reportarlos (y luego los volvieron a hacer protagonistas a la hora de analizarlos).
Seis meses después, a la orilla del mismo arroyo, junto con los mismos chicos y otros vecinos y vecinas, se llevaba a cabo la primera prueba de AppEAR, una aplicación de código abierto para estudiar los ecosistemas acuáticos de agua dulce y construir —con participación ciudadana— un mapa de calidad de los ríos, lagos y estuarios.
Historias como esta nos muestran que la clave de hacer ciencia ciudadana siempre está en conjugar los métodos de la investigación científica con los conocimientos locales, y aprovechar la capacidad para recolectar datos que aparece cuando se involucra mucha gente. La ciencia (o mejor dicho, quienes la ejercen) puede ofrecer herramientas para transformar la realidad. Porque conocer el mundo permite diseñarlo. Porque entender los procesos permite predecirlos. Y porque al final del día, el sujeto del conocimiento siempre es colectivo. Cuando se hace ciencia ciudadana, más aún.
El perro entero
Estas historias nos dieron un primer acercamiento a algunas preguntas importantes: ¿para qué sirve la ciencia ciudadana? Para resolver problemas concretos y reales. ¿Por qué hacer ciencia ciudadana? Porque hay cosas que sólo se pueden abordar con un enfoque de comunidad. ¿Cómo se hace ciencia ciudadana? Conjugando los métodos de la investigación científica con los conocimientos locales. Hasta acá, perfecto.
Pero queda una pregunta que todavía se puede responder mejor: ¿qué es la ciencia ciudadana? Intuimos que la respuesta es mucho más que lo que entra en una definición. Así que preguntemos de nuevo. Preguntemos mejor. ¿Cómo luce la ciencia ciudadana? ¿Qué aspecto tiene? ¿Qué forma adopta cuando se materializa en el mundo real?
La respuesta, inevitablemente, estalla en una multiplicación:
Ciencia ciudadana es un grupo de fotógrafos de embarcaciones turísticas compartiéndole medio millón de fotos de ballenas a una investigadora para que profundice su conocimiento de los ejemplares. Ciencia ciudadana es el dueño de una fábrica de pastas subido al techo de su local, filmando una inundación, y que ese video sirva para tomar acciones para mitigar inundaciones futuras. Ciencia ciudadana es una persona preocupada cargando en una app una foto de una vinchuca que encontró en su casa y que un investigador la tranquilice avisándole que se trata de otro bicho. Es un aficionado al avistaje de aves que aprovecha sus salidas para registrar en una aplicación lo que observó y así ayudar a monitorear abundancia y distribución de las especies. Es un aula que minimiza la probabilidad de contagio de enfermedades respiratorias porque monitorea los niveles de dióxido de carbono en el aire mediante un artefacto armado por su propia comunidad. Es la participación de vecinos de la Cuenca Matanza-Riachuelo para controlar el plan de saneamiento y modificar las actividades económicas de impacto negativo. Es un mapa con la distribución de distintas especies de mosquito construido a partir del aporte que hace cada ciudadana y ciudadano desde su celular. Ciencia ciudadana son estudiantes de una escuela rural registrando precipitaciones que no había captado ningún registro oficial y explicando así una crecida que parecía no tener explicación. Es la presidenta de un centro vecinal pidiendo ayuda en la universidad para resolver inundaciones y desbordes cloacales. Es un productor agropecuario presentando sus resultados en un congreso académico. Una estudiante andando en bicicleta con un medidor enganchado para monitorear la calidad del aire y que luego esos datos se utilicen para diseñar políticas públicas ambientales. Una persona cambiando sus hábitos de consumo después de haber estudiado la cantidad y composición de sus residuos domiciliarios. Un buzo tomando muestras para que investigadoras e investigadores puedan controlar la calidad del agua de mar. Un pescador que cada vez que se encuentra algún tiburón lo marca de manera responsable y segura e informa su presencia. Ciencia ciudadana es un niño con la capacidad de cambiar el nombre y la intención de todo un proyecto de investigación. ¿Cómo? Advirtiéndole a un equipo de investigadores que adoptar una parte de un arroyo no tiene sentido porque sería como adoptar solo la oreja de un perro, que lo que corresponde es adoptar todo el arroyo y su cuenca de aporte: el perro entero.
El lugar donde vivimos
Para quienes trabajan investigando, hay preguntas que son difíciles de responder y hay otras que, directamente, son difíciles de formular. Muchas veces, la clave para hacerse esas preguntas la tienen las personas que viven todos los días junto a una problemática en particular. Frente a una demanda de la comunidad, las y los investigadores pueden aportar no solo el marco teórico sino también herramientas para conseguir y analizar mejor los datos.
Cuando se hace ciencia ciudadana, independientemente de si la pregunta sale de un grupo de investigación o de la comunidad, generalmente son las ciudadanas y los ciudadanos quienes llevan a cabo la mayor parte de la recolección de datos, porque están en el lugar indicado en el momento correcto, y porque en lo que a datos respecta, suele ser cierto que más es mejor. A la vez, partir de preguntas concretas permite que los resultados puedan servir para dar respuestas reales. En conjunto, datos y preguntas son un gran insumo para desarrollar políticas públicas que atiendan las necesidades de cada comunidad.
Escribir sobre qué es o cómo se hace la ciencia ciudadana es un desafío porque esta tiene tantos matices como proyectos hay. Algunos se circunscriben a localidades de pocos miles de habitantes y otros operan a lo largo y ancho del país, o incluso salen de las fronteras. Hay proyectos que trabajan con subcomunidades particulares (por ejemplo, algunas escuelas o pescadores de una ciudad) y otros en los que puede participar cualquier persona que se descargue una aplicación en el celular. En ciertos casos, es la comunidad la que va a tocar la puerta de un instituto de investigación para pensar en conjunto una idea desde cero y en otros es el grupo de investigación el que la dispara y pide participación.
Hacer ciencia ciudadana es un montón de cosas distintas pero, sobre todo, es empujar a que el lugar donde vivimos sea un poquito más como nos gustaría que fuera.
Por Cristina Sáez para SINC | Nota compartida en el marco del 22/4 Día Internacional de la Madre Tierra
Las consecuencias de la crisis climática para nuestra salud son reales: existe una relación directa con las pandemias y un previsible aumento de ciertos tipos de cáncer. Lo cuenta el científico Juan Fueyo y advierte que estamos ante el último desafío de la civilización para evitar el abismo del calentamiento global.
De niño, Juan Fueyo (Oviedo, 1957) recuerda cómo los ríos Caudal y Nalón de su Asturias querida bajaban negros, por el lavado del carbón. “Aquellos cauces nos pertenecían y la industria los hacía servir de alcantarilla”, recuerda. Afortunadamente, justo cuando empezaba a estudiar medicina, desmantelaron la mina en la que algunos hombres de su familia se habían dejado la salud.
Fueyo recoge esos recuerdos de infancia y reflexiona sobre cómo los combustibles fósiles ponen en peligro la vida de todos los seres que habitan la Tierra en Blues para un planeta azul (SineQuaNon, 2022), el último libro de este científico y divulgador, en el que aborda el que quizás sea el mayor desafío al que se enfrenta la humanidad: la crisis climática.
Desde una perspectiva científica y humanística, en la obra desvela desde las artimañas de la industria petrolera para desviar la responsabilidad del cambio climático hacia los ciudadanos, con conceptos como la ‘huella de carbono’, hasta la estrecha relación del calentamiento global con el aumento de epidemias y pandemias.
Tras licenciarse en la Universidad de Barcelona y especializarse en neurología, Fueyo se marchó a EE UU, donde investiga con virus oncolíticos (‘atacan’ las células cancerosas) en el MD Anderson de la Universidad de Texas, para tratar así tumores cerebrales. Vive, paradójicamente, en Houston, una de las capitales del petróleo, donde sus ciudadanos tienen la peor salud del país.
¿Qué hace un científico como tú, que se dedica a investigar con virus, escribiendo un libro sobre cambio climático?
Cuando escribí Viral [publicado en 2021], me adentré de lleno en el tema de las pandemias. El sida, por ejemplo, o la covid, se deben al contacto cada vez más estrecho entre los seres humanos y los animales, que está en buena medida propiciado por el cambio climático. Como dice María Neira, directora de Salud Pública y Medio Ambiente de la OMS, la crisis climática es la amenaza de salud global más importante para la humanidad. Y de ahí surge mi interés por este campo, la cenicienta de las ciencias, por la relación que hay con la salud humana.
El cambio climático comienza en la Revolución industrial y ha habido científicos que durante estos siglos han alertado sobre el calentamiento global, como explicas en el libro, pero hasta muy recientemente no hemos admitido que causa muertes.
Así es, la aceptación de que la polución causa muerte se dio hace apenas dos años: una niña de 9 años en Inglaterra padecía asma, tuvo diversos ataques repetidos, paros respiratorios, hasta que al final falleció. En el momento de su muerte, los niveles de contaminación del aire de Londres eran muy elevados, muy por encima de los límites que marca la OMS. Por ello, en su certificado de defunción los médicos hicieron constar que la pequeña murió a causa de la contaminación. La contaminación del aire provoca siete millones de muertes prematuras al año. Está vinculada al cáncer de pulmón y a enfermedad respiratoria. Las partículas de polución pequeñas, las PM2,5, provocan inflamación y enfermedad cardiovascular.
La predicción de los expertos en epidemiología es que el cáncer se convertirá en la enfermedad más letal del siglo XXI si no detenemos esta crisis climática.
Cuando descubrimos el agujero de la capa de ozono, nos percatamos de que este gas es como una gran crema de protección solar de la humanidad frente al sol y que, al perforarse y exponernos más a los rayos ultravioleta, habían aumentado los casos de cáncer de piel, tanto en humanos como en los animales. En Australia, donde hay mucha cultura de pasar tiempo al aire libre, el melanoma se está extendiendo por el país de manera importante.
Por no hablar de la contaminación de las aguas debida al cambio climático: los desastres asociados hacen que lleguen tóxicos de las fábricas a mares y océanos, incluidos los microplásticos, de los que se cree que aumentan la frecuencia del cáncer gastrointestinal. Ahora son las enfermedades infecciosas y las cardiovasculares las que se cobran más vidas, pero para estas tenemos tratamiento. En cambio, para esos tipos de cáncer no, y si se desmadran y llegan a hacer metástasis, no tenemos nada.
Has mencionado el caso de la niña fallecida por el cambio climático. Y ahora hablas de casos de cáncer vinculados al calentamiento global. Pero ¿cómo afirmar con certeza que esas enfermedades se deben al cambio climático?
Para explicártelo, déjame que te hable de los huracanes. Al principio se creía que dos o tres tormentas se juntaban y daban lugar a una más grande y eso era un huracán. Sin embargo, los investigadores del MIT comprobaron los estudiaron y observaron que la temperatura del agua, cuando sube, genera una nube que gira y que acaba produciendo un huracán. Es decir, que su energía proviene de la temperatura del agua. También apuntaron que, con el calentamiento de mares y océanos debido al cambio climático, aumentaría su frecuencia.
Existe una ciencia que permite atribuir que fenómenos como los huracanes están vinculados a cambio climático. Es la llamada ‘ciencia de la atribución’. Se trata de modelos matemáticos en los que se introducen todas las variables conocidas sobre el tiempo atmosférico en un momento dado. Esos modelos son capaces de predecir si, en el caso de tener condiciones normales, ese huracán se hubiera producido o no, o si se ha debido al aumento excesivo de la temperatura del agua. La primera vez que se demuestra esa relación es con el huracán Harvey, de Houston, en 2017.
Y esa ciencia de la atribución, ¿puede también identificar si una ola de calor o una borrasca, como Filomena, se deben al cambio climático?
La ciencia de la atribución es matemática pura y modelos informáticos, y muy exacta. Y sí, permite decir si una ola de calor que ha pasado de manera esporádica está relacionada con el cambio climático. También si un incendio es de los llamados de sexta generación, alimentados por el aumento de temperaturas y las condiciones de sequía extrema, un nuevo tipo de fuegos nunca vistos hasta ahora y que son provocados por el cambio climático. Estos incendios generan su propio tiempo atmosférico: dentro de ellos se forman nubes e incluso tornados.
En España también hemos empezado a sufrir este tipo de incendios.
Sí, aunque lo que más nos está afectando y afectará son las olas de calor. Y se prevé que en el Mediterráneo vayan en aumento un nuevo tipo de huracanes, los medicanes, así como fenómenos como la gota fría. También será cada vez más habitual superar los 40 grados en ciudades como Madrid. El cambio climático ha llegado a tu barrio. Ya no es aquello del oso polar al que se le está acabando el hielo.
En los últimos tres años. hemos oído a numerosos expertos alertar de que, debido al cambio climático, cada vez serán más frecuentes pandemias como la de la covid. ¿Qué relación hay?
Diversos factores vinculan ambas cosas. Una es el avance de la humanidad, que deja sin hábitat a los animales salvajes. Al principio, las epidemias aparecían en zonas de África donde los habitantes estaban en contacto con los animales salvajes, como los monos, que cazaban. Así ocurrió, por ejemplo, con el sida y el ébola.
La última pandemia apareció en China y tiene que ver con los murciélagos. Ahora se están siguiendo a murciélagos más grandes, los de la fruta. Cuando los bosques desparecen, los animales se mueven hacia las ciudades para encontrar alimento. En algunos municipios de Australia, como Hendra, ya se ha descubierto un virus que lleva el nombre de la ciudad, virus Hendra. Pasa de los murciélagos a los caballos y les produce una encefalitis, y de los caballos a las personas con una mortalidad del 70 %. Aún no hay transmisión persona a persona, pero cuando la haya, tendremos una pandemia.
A eso se suma el aumento de temperaturas…
Que favorece no solo la expansión de los mosquitos, sino que vivan más tiempo y se reproduzcan más. Se espera que haya casos de malaria y paludismo en más regiones del mundo, y que enfermedades como el dengue, la fiebre amarilla u otras lleguen a zonas donde hasta ahora no eran endémicas. El aumento de temperaturas también está provocando que el permafrost y los glaciares se derritan. Cuando eso pasa, se desentierran cuerpos de animales y humanos que pueden portar virus, como el de la viruela, para el que ya no estamos vacunados y que pueden provocar una epidemia.
La gran pandemia que esperaban los expertos era la de algún tipo de gripe.
Es la que tenemos más establecida y sabemos cómo pasará: un ave acuática se va a infectar por un virus de la gripe, que saltará a un cerdo en un corral y se mezclará con un virus de la gripe humana en el cuidador de esos cerdos. Eso ocurrirá en Tailandia, o en China o en algún sitio con muchas granjas y entonces comenzará la pandemia. Son virus muy potentes, muy contagiosos.
De hecho no se sabe bien qué son los virus. Una teoría dice que las primeras células que murieron dejaron trozos de ADN y ARN sueltos, y de golpe, uno de ellos, probablemente de ARN, adquirió una función enzimática, que le ayudó a infectar otra célula y a multiplicarse. De manera que, incluso antes de que existieran organismos con múltiples células, ya había virus. No es de extrañar que vayamos hacia un mundo en donde los microbios tengan la última palabra y nosotros desaparezcamos y ellos sigan infectando todo lo que pillen.
Resulta aterrador…
Yo no quiero pensar mucho en ello, porque cuando lo hago, tengo pesadillas.
El cambio climático también tiene que ver con la pobreza, como defiendes en el libro.
Como dice Jane Goodall, el cambio climático tiene que ver con la justicia. No solo hay que acabar con el cambio climático porque la física afecta a la Tierra, sino porque genera cada vez más inequidad. Si pensamos en las pandemias, por ejemplo, la del coronavirus, ha conseguido que los países en África que llevaban un tiempo con un producto interior bruto positivo, ahora sea negativo de nuevo. Una pandemia puede destruir una economía, sobre todo la de países en vías de desarrollo. Y luego está la regla tan curiosa del cambio climático, que consiste en que quienes menos hacen para producirlo, son los que más sufren sus consecuencias.
En este sentido, en la última conferencia sobre cambio climático celebrada en Egipto los estados han acordado, precisamente por primera, vez un fondo europeo para sufragar las consecuencias de esa regla.
Europa ha llegado a un acuerdo para pagar los estragos que produce el cambio climático en África y otras regiones, esperemos que los EE UU se apunten. En Pakistán, por ejemplo, más de la mitad del país está afectada por inundaciones, mientras que el país es responsable de un 1 % del cambio climático. ¿Quiénes tienen que pagar por eso? Los países productores de petróleo son los que deberían hacerlo porque son los que lo generan. Y si vamos a nivel de población, sucede lo mismo, los niños pequeños y los ancianos, quienes menos producen cambio climático, son los dos grupos de población más vulnerables a las olas de calor.
¿Por qué hemos tardado tanto en actuar y ahora lo hacemos de puntillas?
Es una pena que el CO2 sea un gas transparente, porque de otra forma podríamos ver el manto negro encima de nosotros y eso nos daría una idea de la magnitud del problema que tenemos. Aunque, bien mirado, si fuera de color, no podríamos ni ver a las personas que hay con nosotros en una habitación. En los años 80 se publicaron los primeros artículos científicos en la revista Science por parte de un científico de la NASA que estudiaba la atmósfera de Venus y se dio cuenta de que los cambios de temperatura que estaban ya sucediendo en la Tierra, salvando las distancias, podían ser similares a lo que ocurrió en el planeta vecino al principio y que lo convirtió en un mundo muy hostil, sin posibilidad de albergar vida.
Este científico publicó modelos matemáticos y los sacó a la calle alertando de que el cambio climático ya estaba aquí. Alcanzó la portada del New York Times, incluso le invitaron a hablar en el Congreso. Entonces la gente empezó a asustarse. Hace 40 años ya se consideraba el cambio climático un problema enorme. Pues bien, a este señor lo censuran, lo silencian, le impiden que use el nombre de la NASA cuando da sus conferencias, le amenazan de muerte, lo que también le ocurre a muchos periodistas que trabajan en temas de cambio climático en países como México, Rusia, Arabia Saudí, que son productores de petróleo.
También Estados Unidos.
Aquí ha ocurrido que las compañías del petróleo contrataron a las agencias de marketing de las tabacaleras para crear el mismo tipo de propaganda y sembrar duda sobre si lo que decían los científicos era o no verdad. Seguramente, uno de los mayores ataques contra la ciencia del cambio climático es decir que no hay consenso científico. En este sentido, fíjate que fueron las mismas compañías de petróleo las que inventaron el concepto ‘huella de carbono’ para hacer que los ciudadanos pensaran que tienen una responsabilidad sobre cómo mejorar el cambio climático, cuando en realidad no es así.
¿No somos corresponsables?
Como dice un periodista del New York Times, Thomas Friedman, “no hay que cambiar las bombillas, sino a los líderes”. Nosotros no podemos hacer nada. Si en el sur de España se alcanzan 50 grados y hay una sequía enorme, no podemos arreglarlo viajando allí con maletas cargadas de lluvia. Esto lo tienen que arreglar los gobiernos y las compañías de petróleo.
Eres de Asturias, con tradición minera del carbón, y has pasado tu vida adulta en Houston, que una de las capitales del petróleo, donde, como cuentas en el libro, la ciudadanía tiene peor salud que en el resto de EE UU.
Cuando llegamos a Houston, me percaté de que todos los edificios de los hospitales llevaban el nombre de donantes relacionados con el petróleo. Vivimos en una ciudad que está envuelta en el petróleo, en la que hay 13 refinerías, pozos de petróleo en la playa de Galveston, y un oleoducto une directamente Houston y Nueva York. Disfrutamos de la gasolina más barata del mundo. A cambio, aquí los casos de cáncer se disparan, igual que ocurre en el sur de Andalucía con las petroquímicas.
El libro no es apto para ecoansiosos. No dejas ni un resquicio a la esperanza.
El último que cierre la puerta y apague la luz.
Pero ¿podemos realmente hacer algo o hemos llegado demasiado tarde?
Sí que podemos: yo he escrito este libro y tú ahora me estás haciendo una entrevista. Es importantísimo continuar concienciando. Para empezar, tenemos que hablar en los términos en los que lo hace Greta Thunberg: dejar de usar cambio climático, para referirnos a la situación como crisis climática, porque la palabra crisis le da un sentido de urgencia.
Y además de la divulgación, es crucial nuestro voto. Tenemos que empezar a votar a partidos que se toman en serio dentro de sus programas la crisis climática. En Estados Unidos, los partidos, por ejemplo, le ponen barreras constantemente. Obama, sin ir más lejos, perforó la tierra buscando petróleo más que ningún otro presidente antes que él y Biden está haciendo lo mismo. América funciona por el petróleo. Votar es la única manera de cambiar eso, hay que intentar que los líderes políticos dejen de dar subsidios al petróleo y aumenten las inversiones en energías verdes. Hasta que no digamos que no queremos más petróleo y nos movamos hacia un mundo de energías más limpias y ético, no mejoraremos el problema.