Por AGENCIA DE NOTICIAS CIENTÍFICAS UNQ
En este artículo, el psiquiatra Federico Pavlovsky repasa el temor a las inhumaciones prematuras desde el siglo XIX a la actualidad. “Atrapados en la inmovilidad, no pueden gritar: ¡Estoy vivo!”.
En su cuento El entierro prematuro (1844), Edgard Alan Poe advierte: “Ser enterrado vivo es, fuera de toda discusión, el más terrible de los extremos que jamás haya caído en suerte un simple mortal. Los límites que separan la Vida y la Muerte, en el mejor de los casos son, vagos e indefinidos. Sabemos que hay enfermedades en las cuales se produce una cesación total de las funciones aparentes de la vida y, sin embargo, esa cesación es una simple suspensión”
Explica Poe, quizá inaugurando el periodismo médico –como lo señaló Julio Cortázar-, que transcurrido cierto periodo, algún “misterioso” principio pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas de hechicería. Poe revela en su cuento que tal situación extrema ha provocado confusiones trágicas, burlando el ingenio de los médicos y ocasionando “entierros prematuros” y fatales.
Luego, el célebre escritor describe un caso típico: “Una mujer fue atacada por una súbita e inexplicable enfermedad, presentaba todas las características de la muerte: el rostro tenía el habitual contorno retraído, los labios postraban la palidez marmórea, los ojos carecían de brillo, faltaba calor. Las pulsaciones habían cesado. Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar y en ese tiempo el cuerpo adquirió una rigidez pétrea”.
Esta mujer fue dada por muerta y enterrada. Tres años después, en ocasión de la apertura del sarcófago familiar, la sorpresa fue enorme cuando encontraron el esqueleto fuera de su ataúd, apoyado en una pared. Una investigación posterior reveló que la mujer “revivió” dos días después de su sepultura, aunque luego no pudo escapar de su encierro infernal.
En su cuento, Poe se aventura a clasificar -en una época que se sabía muy poco de estos problemas- posibles causas de este particular estado: traumatismos cerebrales, infecciones, impresiones desagradables y estados depresivos. Para aumentar el dramatismo de su relato, los involucrados, pese a la inmovilidad, la ausencia de pulso y la rigidez de los cuerpos (en apariencia muertos), conservan la conciencia y percibían de una manera más o menos clara lo que ocurría en su entorno: los lamentos, los comentarios de ocasión sobre la desgracia, el frio de la camilla metálica e incluso algún reproche o comentario malicioso de quien se acerca al cuerpo con un inconfesable sentimiento hostil.
Atrapados en la inmovilidad, no pueden gritar “¡estoy vivo!”, ni mover sus ojos, aunque la mente explote con pensamientos de angustia y miedo. En algunos casos, los aquejados de esa parálisis, lograron ser rescatados por testigos ocasionales que respondieron a sus pedidos de ayuda, bajo tierra. Esos sobrevivientes afirman recordar muchas de las cosas que ocurrían a su alrededor, quizá en una dimensión onírica, pero con un registro sorprendente, incluso paso a paso la secuencia de su propio entierro.
¿Poe tuvo catalepsia?
El narrador, es decir, el propio Edgar Allan Poe, se pone como ejemplo por padecer ataques leves de “Catalepsia”, que forma parte de la catatonía, y se expresa a partir de un conjunto de síntomas, que pueden ir desde un letargo exagerado con cierta pérdida del conocimiento, hasta la inmovilidad absoluta y suspensión aparente de la vida. Poe, estudioso de textos médicos y uno de los escritores que mejor logró expresar su propio sufrimiento mental, también detalla otra característica clínica importante: el carácter cíclico de estos accesos de inmovilidad, en la medida en que son episodios que se repiten a lo largo de la vida. El primero, sorprendente y violento, suele ser el que conlleva desenlaces más penosos, por el carácter imprevisto. Luego la familia o los amigos funcionan de reaseguro para evitar tomar decisiones desafortunadas.
En primera persona, Poe explica una de sus crisis: “Un estado de semi sincope, sin dolor, sin capacidad para moverme o para hablar o pensar, pero con una profunda conciencia letárgica de la vida y de la presencia de aquellos que rodeaban mi lecho. En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita angustia moral. Me perdía en ensueños de muerte, y la idea del entierro prematuro poseía permanentemente mi espíritu”.
El narrador tiene tanto temor a ser enterrado que ruega a sus personas cercanas que no lo abandonen (y entierren) si el letargo se extiende más de lo habitual.
Locura de tensión
La historia de la medicina y la literatura reúnen descripciones similares a lo largo de los siglos: hombres y mujeres que un día cayeron paralizados, más muertos que vivos, en silencio absoluto, rígidos, sin pulso.
Se ha interpretado tales sucesos de distintas formas: con frecuencia se decidió que habían fallecido y se procedió a la inhumación. En algún caso puntual quien despertó a tiempo y pudo escapar, fue venerado como un “resucitado”. También se habló de posesiones, y se tomaron medidas al respecto. En el mejor de los casos, se concluyó que eran víctimas de una enfermedad extraña, sin remedio.
Estos episodios casi sobrenaturales han sido objeto de estudio de la psiquiatría desde el siglo XIX, en particular por la Escuela Francesa, quien aportó posiblemente las mejores descripciones de los problemas psiquiátricos. En 1843, un año antes del cuento de Poe, Jules Baillarger, describió un grupo de pacientes inmóviles, en apariencia “idiotas”, transitoriamente absorbidos en un delirio interior -ideas tristes, alucinaciones- del que sólo podían dar cuenta una vez recuperados, y llamó a ese cuadro “melancolía con estupor”.
Complementando la descripción de Baillarger, el psiquiatra alemán Karl Kahlbaum describió “La catatonia o la locura de tensión” (1874): “El paciente permanece inmóvil, en mutismo y con una facies rígida, los ojos enfocados a la lejanía, aparentemente desprovisto de toda voluntad para moverse, sin reaccionar a los estímulos”. Esta descripción artesanal hizo hincapié en una serie de fenómenos motores que presentaban los pacientes: rigidez muscular (por eso lo de “locura en tensión”), flexibilidad cérea (un aumento de la resistencia a la movilización de los miembros), catalepsia (por la rigidez, el paciente permanece suspendido en posiciones incomodas), espasmos y una serie de fenómenos corporales. Pocos ejemplos más concretos en donde la locura escapa al psiquismo y se expresa plenamente en el cuerpo. En Argentina, algunos psiquiatras estudiaron en profundidad el mundo de las catatonias: entre otros, destacan Juan Carlos Goldar, Norma Derito y Alberto Monchablón Espinoza.
Le puede tocar a todos
Actualmente se interpreta a la catatonía como un síndrome que puede desencadenarse por causas externas (infecciones, intoxicaciones, abuso de drogas) así como asociarse a distintos problemas neurológicos (epilepsia) y psiquiátricos (trastorno bipolar, esquizofrenia, histeria), pero también como una respuesta adaptativa frente a hechos puntuales emocionalmente intensos (shock emocional). Técnicamente, todos podemos experimentar una catatonía, lo cual podría inquietar al lector de estas líneas.
Recuerdo en mi residencia de psiquiatría en el Hospital Álvarez, pasar muchas mañanas acompañando a un paciente de mi edad, inmóvil, con la mirada perdida y lagañas en los ojos. Las moscas se posaban en su mejilla y los visitantes intentaban espantarlas.
Se trataba de un paciente con quien venía trabajando hace meses en un tratamiento ambulatorio. Una crisis aguda de parálisis y pensamientos apocalípticos ocasionó su internación. Su cuerpo desprendía olor a almendras. Me preguntaba si escuchaba, si entendía mis preguntas, si registraba el entorno. La piel lucía brillante, sudorosa. Su madre lo peinaba y le ordenaba las pertenencias. Luego de varias semanas, un día despertó de aquel sopor, de ese estado que inspiraba en mí respeto y algo de temor.
Me lo encontré desayunando, y antes de que pudiera saludarlo me dijo, con una semi sonrisa en el rostro, “deberías leer a Poe”.