¿Por qué el 31/12 es fin de año?

Es fin de año, momento de festejos, brindis, reuniones, balances y rituales. En esta ocasión desde TEC nos preguntamos: ¿por qué sucede en esta fecha y no en otra?

Desde el punto de vista astronómico, ni el 31 de diciembre ni el 1 de enero ocurre nada especial para decir que es ahí donde termina un año y comienza el otro. Sin embargo, que la duración exacta del año sea de 365 días (o 366 para los bisiestos) -que termina a la medianoche del 31 de diciembre y que comienza el 1 de enero- es una construcción social resultante de una convención establecida en un momento histórico determinado

Desde la antigüedad, los grupos humanos usaron los calendarios como herramienta para sistematizar el paso del tiempo y organizar cronológicamente actividades sociales, religiosas, comerciales y administrativas. El calendario nos ayuda a dar cuenta de fechas destacables, hechos históricos y, en las sociedades agrícolas, por ejemplo, de períodos de siembra y cosecha. Los primeros sistemas que desarrollaron las diversas culturas para medir el tiempo, se basaron en observaciones astronómicas de la Luna, el Sol y las estrellas. A partir de estas, se estructura el tiempo en períodos o unidades naturales: el día, la lunación (o mes) y el año solar.

El calendario juliano o romano fue introducido por Julio César en el año 46 a.C., quien -asesorado por el astrónomo Sosígenes de Alejandría- reemplazó el calendario lunar por el solar de 365 días y un cuarto. Este calendario sirvió para contar el paso de los años y la historia en Europa hasta fines del siglo XVI. Desde la Edad Media varios astrónomos se dieron cuenta de que con esa forma de medir el tiempo se producía un error acumulado de unos 11 minutos y 14 segundos cada año. Fue cuando en 1582 el Papa Gregorio XIII promovió la reforma del calendario intentando corregir esos errores de cálculo. Esta reforma se estableció a pesar de la disconformidad de los ciudadanos quienes reclamaban a la Iglesia por el «robo de 10 días de vida». Fue así como el 4 de octubre de 1582 se marcó el fin del calendario juliano eliminando 10 días para ajustarlo al calendario «gregoriano» por lo que el día siguiente pasó a ser 15 de octubre de 1582.

1582, el año en el que octubre duró 21 días. Créditos imagen: NatGeo

Desde ese momento, el calendario gregoriano o moderno, es el año «común» de 365 días, y cada 4 años hay un año bisiesto, de 366 días. Esto se debe a que la duración real del año astronómico es de 365,25 días. Por tanto, se denomina año, al tiempo que tarda la Tierra en dar una vuelta completa alrededor del Sol; mes, al tiempo aproximado en que la Luna completa una órbita alrededor de la Tierra; y día, al tiempo que tarda la Tierra en realizar una rotación entera sobre su eje.

Si bien el calendario gregoriano (introducido por el cristianismo) fue el protagonista en el mundo occidental, los calendarios lunar y solar también se reconocen en algunas celebraciones. En su origen, este calendario sólo fue adoptado por los países católicos, y la transición de un calendario al otro tardó dos siglos. Con el paso del tiempo y debido al poderío europeo, el gregoriano se constituyó en el sistema de medición del tiempo utilizado prácticamente en todo el mundo. Con su aceptación, se mantiene la costumbre, y la celebración basada en continuar con el significado religioso iniciado a partir de la Edad Media. La expansión de la cultura occidental al resto del mundo durante el siglo XX, implicó que el Año Nuevo se constituya en uno de los principales festejos del planeta convirtiendo al 1° de enero en una fecha de carácter universal, incluso en países con sus propias celebraciones de Año Nuevo (por ejemplo, China).

Actualmente se estima que existen unos cuarenta calendarios en uso. Muchas civilizaciones continuaron usando calendarios lunares y lunisolares para determinar festividades religiosas, como la Semana Santa o el Ramadán, y otras como el Año Nuevo Chino, el Divali hindú, o el Rosh Hashaná judío. El islámico es un calendario lunar puro, mientras que entre los calendarios lunisolares se encuentran: el calendario hebreo, el maya, el azteca, el budista, el hindú, el chino, el tibetano, el vietnamita, el mongol, el coreano y el japonés. Y lo eran los antiguos calendarios helénico y babilonio.

Reloj astronómico de Praga

¿Cuáles son algunos de los rituales que se realizan en Argentina para festejar el Fin de Año?

En el mundo existen determinados rituales para festejar este día. En Latinoamérica provienen de costumbres traídas por la colonización española, los pueblos originarios y la inmigración. Los hay por ejemplo, desde rituales de quema de muñecos, ponerse una prenda interior de color rojo hasta de comer las “doce uvas de la suerte”.

Desde la década del 50, en La Plata, Berisso y Ensenada se adoptó la costumbre de quemar muñecos, en los últimos minutos del año viejo y las primeras horas del año que comienza. Se cree que esta costumbre tiene orígenes celtas o en antiguos rituales paganos europeos. Aunque, algunos señalan que su origen proviene de los aborígenes latinoamericanos, quienes hacían el ritual en repudio hacia los conquistadores. El año viejo se quema simbolizando todas las cosas negativas como una forma de liberar los malos augurios y de espantar las malas energías.

También está el ritual de las “doce uvas de la suerte”, que se comen durante las doce campanadas y que se deben comer mientras se piden 12 deseos para el año nuevo.

En otros países existen rituales como: comer lentejas para atraer la abundancia o salir a correr con valijas, para desear tener un año con muchos viajes. Algunas personas tiran agua por la ventana hacia la calle como una forma de deshacerse de las malas ondas del año que termina. También están quienes rompen platos, o procuran tener dinero en sus bolsillos y zapatos a la medianoche como una forma de asegurarse prosperidad para el Año Nuevo.

De la Patagonia al espacio: así es la mayor fábrica de satélites de Sudamérica

Por Federico Kukso para SINC

Al pie de la cordillera de los Andes, científicos e ingenieros argentinos diseñan, fabrican, integran y testean la próxima generación de instrumentos de teleobservación que, desde su órbita, monitorearán los cultivos, mares, costas y emergencias ambientales de la región. Se consolida una nueva era espacial en América Latina impulsada por el deseo de su independencia tecnológica.

La ciudad de San Carlos de Bariloche es conocida por numerosas facetas: ser un polo de atracción turística en Argentina, sus numerosas chocolaterías, sus concurridas pistas de esquí, destino de miles de estudiantes cada final de curso, escenario de un fallido proyecto científico  para desarrollar en los años 50 la fusión nuclear controlada y, por si fuera poco, haber refugiado a criminales de guerra nazis.

Pero en los últimos años, otro factor se ha impuesto con fuerza como rasgo identitario de Bariloche, una localidad ubicada al norte de la Patagonia: se la distingue en especial por ser el hogar de la fábrica de satélites más importante de Sudamérica. 

El satélite SAOCOM 1A en la sala de integración. Junto a SAOCOM 1B monitoriza la humedad del suelo, la calidad de los cultivos y las emergencias ambientales. / Foto: INVAP

Basta recorrer 10 minutos en automóvil desde el aeropuerto, con un fondo de picos montañosos nevados, para llegar a las puertas de INVAP. El cartel de grandes letras verdes no lo indica, pero en sus inicios eran las siglas de un instituto de INVestigaciones APlicadas. Hoy solo es INVAP, una empresa estatal de 1400 empleados –en su mayoría científicos e ingenieros– que desde hace 46 años desarrolla al pie de los Andes proyectos tecnológicos punteros, como reactores nucleares, radares, drones y aerogeneradores. 

Aquí, sin embargo, las verdaderas estrellas son los satélites: sus maquetas a escala adornan los pasillos, donde se los exhibe como trofeos deportivos, testimonios de antiguas conquistas y gestas. “Cuando comenzamos no nos imaginábamos que hoy íbamos a estar haciendo satélites”, reconoce a SINC el físico Vicente Campenni, gerente general de INVAP“pero acá seguimos; somos la única empresa argentina calificada por la NASA para llevar a cabo proyectos espaciales”. 

En estrecha colaboración con la agencia espacial argentina, la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE), y un creciente ecosistema de start-ups y universidades, ya llevan diseñados, construidos y puestos en órbita ocho satélites. Y en estos momentos, están en plena gestación de otros tres. 

En la Patagonia argentina, 1400 ingenieros y científicos trabajan en el desarrollo de satélites y reactores nucleares. / Foto: INVAP
 

La familia satelital argentina

Como toda compañía científico-tecnológica, INVAP también cuenta con su propio mito sobre su origen. En su gran fábrica, ubicada a orillas del Lago Nahuel Huapí, se cuenta que todo comenzó en 1976 cuando un grupo de jóvenes investigadores de la Comisión Nacional de Energía Atómica, inspirados en el éxito de Silicon Valley en EE UU, fundaron esta empresa para desarrollar aplicaciones científicas. 

Después de décadas de centrarse en el ámbito de la energía nuclear –y lograr vender reactores a naciones como Argelia o Australia, todo un hito para un país latinoamericano–, la compañía ingresó en el negocio espacial en los años 90 cuando la por entonces flamante CONAE le encargó la construcción de una serie de pequeños satélites de aplicaciones científicas (SAC)

El primero, el SAC-B, de 191 kg, fue un debut con sabor a fracaso. Pese a que se comprobó que funcionaba correctamente, el 4 de noviembre de 1996 falló el sistema para separarse de su lanzador (Pegasus XL) y, tras dar un par de vueltas alrededor del planeta, el primer satélite científico argentino que iba a estudiar la física solar se desintegró en la atmósfera.

El siguiente intento ocurrió en 1998 con el SAC-A, de 68 kg, una misión conjunta con la NASA que llegó al espacio a bordo del transbordador Endeavour. Fue, en realidad, un entrenamiento para la prueba de fuego que se avecinaba: el SAC-C, de 485 kg, el primer satélite argentino de teleobservación que entró en funciones el 21 de noviembre de 2000. Con su cámara multiespectral de mediana resolución y sus dos magnetómetros, monitoreó incendios, inundaciones y el movimiento de los casquetes polares hasta el 15 de agosto del 2013. 

Misión tras misión, las ambiciones espaciales argentinas fueron creciendo. En junio de 2011, el SAC-D, de 1600 kg, transportó ocho instrumentos científicos, entre ellos, el radiómetro Aquarius de la NASA, con el objetivo principal de medir y cartografiar la salinidad en la superficie del mar. Durante cuatro años, sus datos ayudaron a mejorar los pronósticos climáticos regionales, seguir la evolución de huracanes en el océano Atlántico y a obtener información sobre el cambio climático y el ciclo global del agua. El 7 de junio de 2015 sufrió un fallo de hardware que determinó su fin. 

En cooperación con la NASA, el satélite SAC-D/Aquarius fue la primera misión con el objetivo principal de medir la salinidad de la superficie del mar desde el espacio. / Foto: INVAP
 

En cualquier caso, los conocimientos adquiridos se transmitieron a las siguientes generaciones y sirvieron para que INVAP se embarcara en nuevos proyectos. En esta planta se fabricó la estructura, cableado y software de los satélites de telecomunicaciones nacionales ARSAT-1 y ARSAT-2.

Con una vida útil de 15 años y un peso de tres toneladas, fueron puestos en órbita desde la Guayana Francesa en 2014 y 2015, respectivamente. Desde entonces, brindan acceso a internet en lugares remotos, facilitan la transmisión de datos para el sector público y privado, incluyendo el envío de señales de televisión en todo el territorio argentino, las bases antárticas y las Islas Malvinas. 

Los satélites gemelos SAOCOM

Por su parte, el Plan Espacial Argentino se consolidó con la construcción en Bariloche de los satélites gemelos de la misión SAOCOM (siglas de Satélite Argentino de Observación Con Microondas), con la colaboración de la Agencia Espacial Italiana. De 3000 kg cada uno, es decir, casi el peso de tres automóviles, y 35 metros cuadrados con sus antenas desplegadas, son capaces de medir la humedad del suelo, detectar derrames de hidrocarburos en el mar, hacer un seguimiento de inundaciones y controlar enfermedades en los cultivos

El SAOCOM 1A fue lanzado el 7 de octubre de 2018 desde Cabo Cañaveral, en EE UU. Le siguió el 30 de agosto de 2020, en plena pandemia de covid-19 y tras varias postergaciones, el SAOCOM 1B, a bordo del lanzador Falcon 9 de Space X.

Lanzamiento Satélite de observación SAOCOM 1B

“Argentina es el único país de América Latina que tiene satélites propios, de fabricación nacional”, destaca el ingeniero electrónico Nicolás Renolfi, subgerente de proyectos espaciales de la compañía, mientras se enfunda en un guardapolvo de tela antiestática y cubre su cabeza y calzado para ingresar a una de las salas más importantes de este complejo. Se trata de un enorme cuarto limpio de acceso restringido y casi diez metros de alto. Aquí, vestidos como si fueran cirujanos, los ingenieros construyen, integran y testean los satélites antes de iniciar su viaje al espacio.

Olor a satélite

“Huele a satélite», dice entre risas María Masoero, encargada de la comunicación de INVAP, sin poder concretar el tipo de olor que domina en esta ‘cocina de satélites’, donde se cuida la limpieza al extremo para evitar daños irreversibles en los sensibles componentes de los instrumentos. “Es una mezcla de olor a aluminio con el detergente desinfectante neutro que se usa para mantener el cuarto limpio”, trata de explicar. 

Los satélites son mucho más que cables, paneles solares, cámaras y miles de piezas de titanio y aluminio. Son la encarnación del trabajo colectivo y coordinado durante años. En el caso de la próxima gran misión espacial argentina, SABIA-Mar (siglas de Satélite de Aplicaciones Basadas en la Información Ambiental del Mar), congrega a 250 ingenieros e investigadores. En vez de observar la tierra, esta nave de 700 kg y una vida útil de cinco años se centrará en los océanos. Se encuentra en fase de diseño y construcción de varias de sus partes. 

“La misión SABIA-Mar se enfocará en el estudio de los mares y las costas para poder caracterizar el hábitat y el ecosistema marítimo de nuestra región, que suele ser de muy difícil acceso”, indica la física Carolina Tauro, investigadora principal de la misión en la CONAE y profesora del Instituto Gulich, “lo cual nos permitirá hacer un uso sustentable de sus recursos, como establecer zonas de protección marina y zonas de pesca”.

Los satélites deben superar numerosos test antes de ser lanzados al espacio. / Foto: INVAP

Para ello, desde una órbita baja, a entre 550 y 700 km de la superficie terrestre, utilizará una tecnología que recién está naciendo y se conoce como ‘ocean color’. Sus cámaras de alta sensibilidad podrán estudiar variaciones climáticas –debido a que los océanos son los grandes reguladores del clima del planeta–, identificar el movimiento de las algas microscópicas (o fitoplancton, cuya cantidad está relacionada con la cantidad de peces), y detectar la pesca ilegal. 

Argentina posee una costa marítima de más de 4700 km y un satélite de este tipo ayudará a monitorizarla. SABIA-Mar nació originalmente como una misión compartida con Brasil, pero por el momento es 100 % argentina. “Está en la Agencia Espacial Brasileña tomar la decisión de hacer un segundo modelo del SABIA-Mar; pero eso no está confirmado todavía”, apunta Leandro Colombano, ingeniero mecánico en INVAP. 

Está previsto que este satélite se lance en 2024, tras pasar extenuantes pruebas térmicas, de choque y vibración mecánica, junto a los test en una cámara sin oxígeno donde se simulan las condiciones a las que se enfrentará en órbita. Es el mismo camino que seguirán los próximos integrantes de la familia satelital argentina: el ARSAT SG-1 (o ARSAT Segunda Generación 1, anteriormente conocido como ARSAT-3) y el SAOCOM 2, que despegará en 2026.

Cámara de vacío donde los satélites pasan tres semanas y se simulan las condiciones del espacio. / Foto: Federico Kukso

En una época de consolidación de la actividad espacial en la región, con la creación en 2021 de la Agencia Latinoamericana y Caribeña del Espacio, estas tecnologías satelitales desempeñan una función simbólica y política más allá de sus resultados y servicios.

Cada pieza, antena, panel solar y satélite diseñado, fabricado, integrado, probado y eventualmente lanzado –por ahora fuera de Argentina, al menos hasta que entre en funcionamiento el lanzador nacional Tronador III–, es más que un contrato cumplido. En un país en desarrollo, dominado históricamente por la volatilidad política y la incertidumbre económica, constituye un paso más hacia su independencia tecnológica.

“Ejercer la soberanía espacial es casi tan importante como la soberanía territorial, marítima o del espacio aéreo”, subraya Tauro, que concluye: “Estas iniciativas implican independencia para poder conocer nuestro territorio y para gestionar nuestros recursos sin depender de otras misiones espaciales o de otros países”.

Fuente: SINC.

Ecofeminismo: una invitación a revertir la violencia contra las mujeres y la naturaleza

POR Luciana Mazzini Puga para AGENCIA DE NOTICIAS CIENTÍFICAS UNQ

Sus referentas plantean que el sistema actual ejerce dominación contra las personas y proponen recuperar la sensibilidad y respeto por el ambiente.

En los últimos años, el ambientalismo y el feminismo han cobrado fuerza en las calles y en las agendas políticas y mediáticas. Sin embargo, lejos de ser dos espacios distintos, encuentran un punto en común: el ecofeminismo. Se trata de una teoría y un movimiento social que plantea la necesidad de un diálogo entre estas dos corrientes al entender que el sistema patriarcal y capitalista ejerce prácticas de violencia y dominación que colocan en un nivel de subordinación a las mujeres y la naturaleza. Desde este punto de vista, sostiene que el ser humano debe pensarse como un ser que es parte del entorno y no su centro, cuestionando así la mirada antropocéntrica. 

El “ecofeminismo” surge en la década de los 70’ y aparece mencionado por primera vez en la obra “Feminismo o muerte” de la francesa Françoise d’Eaubonne, que reclamaba el cuerpo femenino como propiedad de una misma. A raíz de esa mirada, muchas mujeres comenzaron a tomar conciencia sobre los riesgos que suponían los derivados del uso de pesticidas y fertilizantes en su salud.

El “ecofeminismo” como tal es nombrado por primera vez en la obra “Feminismo o muerte” de Françoise d’Eaubonne. Créditos: Henri Rousseau, «El sueño», Museo de Arte Moderno de Nueva York

En este sentido, la docente e investigadora de la Universidad de Río Negro y especialista en ecofeminismo, Paula Núñez, explica a la Agencia de Noticias Científicas de la UNQ que esta corriente “busca unir dos grandes líneas de reflexión políticas que revisan las contradicciones que ha generado la modernidad y el desarrollo. Por un lado, el feminismo con su denuncia de las mujeres que han quedado afuera y ocupan un lugar de subalternidad y de desigualdad, y por el otro, el ambientalismo que dice que nos estamos llevando por delante el planeta”. 

La científica de Bariloche continúa: “Se juntan para preguntar qué es lo que queda afuera del sistema actual: los árboles, los insectos, los animales, las mujeres, los pobres y los enfermos. El ecofeminismo plantea que hay una lógica de dominio que silencia estas voces”.

Ellos envenenan la tierra

Cuando leímos de qué se trataba el ecofeminismo nos dimos cuenta que eran procesos que a nosotras nos pasaban en la práctica desde hacía años”, cuenta Rosalía Pellegrini, dirigente de la asociación Mujeres Trabajadoras de la Tierra. La referenta rural explica que las violencias ejercidas contra las mujeres en el campo es similar a la que es sometida la naturaleza.

En esa dirección, desgloza: “Nos dimos cuenta que el tomate que producíamos no se lo dábamos a nuestros hijos, sino que lo vendíamos para pagar el alquiler de la tierra, para llegar a fin de mes y sobrevivir. Vimos que este modelo envenena la tierra, genera suelos muertos, sin microorganismos, lo que hace que se vuelvan débiles y se agarren enfermedades y plagas. Esto mismo es lo que muchas veces pasa con nuestros cuerpos”, plantea Pellegrini.

Rosalía Pellegrini es dirigente de la asociación Mujeres Trabajadoras de la Tierra. Créditos: Prensa / UTT

Y amplía: “Esa violencia del sistema que mercantiliza la vida y los alimentos, es la misma violencia que nos pasa a nosotras en los territorios. Allí nuestra vida no vale y lo que tenemos para decir de la producción no importa. Generalmente, los que deciden cómo producir son varones, los dueños de las grandes empresas y multinacionales son varones y los que deciden que esos venenos estén habilitados son varones”.

Frente a este sistema, desde Mujeres Trabajadoras de la Tierra buscan empoderar a las trabajadoras rurales a la vez que impulsan la agroecología. “No es más que construir lo que el sistema industrial fue degradando, entonces, se revaloriza todo porque se entiende que es una lógica de relación entre los ecosistemas. El cuidado de la biodiversidad es una de las claves para los controles biológicos y el equilibrio y reproducción de los ecosistemas. Y no solo esto, lo que reproducimos a partir de la agroecología es lo que da de comer a nuestras familias”. Además, en pos de brindar herramientas a las mujeres rurales, la organización ofrece cursos de manejo para obtener el registro y manejar sus propios vehículos, capacitaciones sobre las distintas violencias y sobre leyes. 

Volver a sentir

Núñez explica que esta corriente parte de que no se puede pensar a la sociedad separada de la naturaleza. Desde un punto de vista histórico, una de las preguntas más importantes que se ha hecho el ecofeminismo es cuándo se separan estas dos partes. La respuesta se halla en el siglo XVII con el proceso de la modernidad: “Se piensa que puede haber una apropiación del entorno que permite escindir la experiencia humana de la social tanto del entorno como con otras personas”. 

Aparece así la figura del individuo, y el ecofeminismo discute que hay miradas, en su mayoría femeninas, que fueron silenciadas y que advertían que la sociedad se encaminaba hacia un lugar de desvinculación de afectos.

Manifestación en Quito, Ecuador, abril de 2014. Créditos: Miriam Gartor / Ecología Política

Asimismo, Núñez aporta que el ecofeminismo se escribe en minúscula y debe ser dicho en plural, puesto que esta corriente no pretende ser una teoría explicativa global, sino que posee una mirada local: “Se trata de una teoría que se construye a partir de los vínculos de las sociedades con sus entornosBusca generar sensibilidad y brindar herramientas para que la persona entienda su relación con el ambiente y la naturaleza”. 

Fuente: Agencia de Noticias Científicas UNQ