De la Patagonia al espacio: así es la mayor fábrica de satélites de Sudamérica

Por Federico Kukso para SINC

Al pie de la cordillera de los Andes, científicos e ingenieros argentinos diseñan, fabrican, integran y testean la próxima generación de instrumentos de teleobservación que, desde su órbita, monitorearán los cultivos, mares, costas y emergencias ambientales de la región. Se consolida una nueva era espacial en América Latina impulsada por el deseo de su independencia tecnológica.

La ciudad de San Carlos de Bariloche es conocida por numerosas facetas: ser un polo de atracción turística en Argentina, sus numerosas chocolaterías, sus concurridas pistas de esquí, destino de miles de estudiantes cada final de curso, escenario de un fallido proyecto científico  para desarrollar en los años 50 la fusión nuclear controlada y, por si fuera poco, haber refugiado a criminales de guerra nazis.

Pero en los últimos años, otro factor se ha impuesto con fuerza como rasgo identitario de Bariloche, una localidad ubicada al norte de la Patagonia: se la distingue en especial por ser el hogar de la fábrica de satélites más importante de Sudamérica. 

El satélite SAOCOM 1A en la sala de integración. Junto a SAOCOM 1B monitoriza la humedad del suelo, la calidad de los cultivos y las emergencias ambientales. / Foto: INVAP

Basta recorrer 10 minutos en automóvil desde el aeropuerto, con un fondo de picos montañosos nevados, para llegar a las puertas de INVAP. El cartel de grandes letras verdes no lo indica, pero en sus inicios eran las siglas de un instituto de INVestigaciones APlicadas. Hoy solo es INVAP, una empresa estatal de 1400 empleados –en su mayoría científicos e ingenieros– que desde hace 46 años desarrolla al pie de los Andes proyectos tecnológicos punteros, como reactores nucleares, radares, drones y aerogeneradores. 

Aquí, sin embargo, las verdaderas estrellas son los satélites: sus maquetas a escala adornan los pasillos, donde se los exhibe como trofeos deportivos, testimonios de antiguas conquistas y gestas. “Cuando comenzamos no nos imaginábamos que hoy íbamos a estar haciendo satélites”, reconoce a SINC el físico Vicente Campenni, gerente general de INVAP“pero acá seguimos; somos la única empresa argentina calificada por la NASA para llevar a cabo proyectos espaciales”. 

En estrecha colaboración con la agencia espacial argentina, la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE), y un creciente ecosistema de start-ups y universidades, ya llevan diseñados, construidos y puestos en órbita ocho satélites. Y en estos momentos, están en plena gestación de otros tres. 

En la Patagonia argentina, 1400 ingenieros y científicos trabajan en el desarrollo de satélites y reactores nucleares. / Foto: INVAP
 

La familia satelital argentina

Como toda compañía científico-tecnológica, INVAP también cuenta con su propio mito sobre su origen. En su gran fábrica, ubicada a orillas del Lago Nahuel Huapí, se cuenta que todo comenzó en 1976 cuando un grupo de jóvenes investigadores de la Comisión Nacional de Energía Atómica, inspirados en el éxito de Silicon Valley en EE UU, fundaron esta empresa para desarrollar aplicaciones científicas. 

Después de décadas de centrarse en el ámbito de la energía nuclear –y lograr vender reactores a naciones como Argelia o Australia, todo un hito para un país latinoamericano–, la compañía ingresó en el negocio espacial en los años 90 cuando la por entonces flamante CONAE le encargó la construcción de una serie de pequeños satélites de aplicaciones científicas (SAC)

El primero, el SAC-B, de 191 kg, fue un debut con sabor a fracaso. Pese a que se comprobó que funcionaba correctamente, el 4 de noviembre de 1996 falló el sistema para separarse de su lanzador (Pegasus XL) y, tras dar un par de vueltas alrededor del planeta, el primer satélite científico argentino que iba a estudiar la física solar se desintegró en la atmósfera.

El siguiente intento ocurrió en 1998 con el SAC-A, de 68 kg, una misión conjunta con la NASA que llegó al espacio a bordo del transbordador Endeavour. Fue, en realidad, un entrenamiento para la prueba de fuego que se avecinaba: el SAC-C, de 485 kg, el primer satélite argentino de teleobservación que entró en funciones el 21 de noviembre de 2000. Con su cámara multiespectral de mediana resolución y sus dos magnetómetros, monitoreó incendios, inundaciones y el movimiento de los casquetes polares hasta el 15 de agosto del 2013. 

Misión tras misión, las ambiciones espaciales argentinas fueron creciendo. En junio de 2011, el SAC-D, de 1600 kg, transportó ocho instrumentos científicos, entre ellos, el radiómetro Aquarius de la NASA, con el objetivo principal de medir y cartografiar la salinidad en la superficie del mar. Durante cuatro años, sus datos ayudaron a mejorar los pronósticos climáticos regionales, seguir la evolución de huracanes en el océano Atlántico y a obtener información sobre el cambio climático y el ciclo global del agua. El 7 de junio de 2015 sufrió un fallo de hardware que determinó su fin. 

En cooperación con la NASA, el satélite SAC-D/Aquarius fue la primera misión con el objetivo principal de medir la salinidad de la superficie del mar desde el espacio. / Foto: INVAP
 

En cualquier caso, los conocimientos adquiridos se transmitieron a las siguientes generaciones y sirvieron para que INVAP se embarcara en nuevos proyectos. En esta planta se fabricó la estructura, cableado y software de los satélites de telecomunicaciones nacionales ARSAT-1 y ARSAT-2.

Con una vida útil de 15 años y un peso de tres toneladas, fueron puestos en órbita desde la Guayana Francesa en 2014 y 2015, respectivamente. Desde entonces, brindan acceso a internet en lugares remotos, facilitan la transmisión de datos para el sector público y privado, incluyendo el envío de señales de televisión en todo el territorio argentino, las bases antárticas y las Islas Malvinas. 

Los satélites gemelos SAOCOM

Por su parte, el Plan Espacial Argentino se consolidó con la construcción en Bariloche de los satélites gemelos de la misión SAOCOM (siglas de Satélite Argentino de Observación Con Microondas), con la colaboración de la Agencia Espacial Italiana. De 3000 kg cada uno, es decir, casi el peso de tres automóviles, y 35 metros cuadrados con sus antenas desplegadas, son capaces de medir la humedad del suelo, detectar derrames de hidrocarburos en el mar, hacer un seguimiento de inundaciones y controlar enfermedades en los cultivos

El SAOCOM 1A fue lanzado el 7 de octubre de 2018 desde Cabo Cañaveral, en EE UU. Le siguió el 30 de agosto de 2020, en plena pandemia de covid-19 y tras varias postergaciones, el SAOCOM 1B, a bordo del lanzador Falcon 9 de Space X.

Lanzamiento Satélite de observación SAOCOM 1B

“Argentina es el único país de América Latina que tiene satélites propios, de fabricación nacional”, destaca el ingeniero electrónico Nicolás Renolfi, subgerente de proyectos espaciales de la compañía, mientras se enfunda en un guardapolvo de tela antiestática y cubre su cabeza y calzado para ingresar a una de las salas más importantes de este complejo. Se trata de un enorme cuarto limpio de acceso restringido y casi diez metros de alto. Aquí, vestidos como si fueran cirujanos, los ingenieros construyen, integran y testean los satélites antes de iniciar su viaje al espacio.

Olor a satélite

“Huele a satélite», dice entre risas María Masoero, encargada de la comunicación de INVAP, sin poder concretar el tipo de olor que domina en esta ‘cocina de satélites’, donde se cuida la limpieza al extremo para evitar daños irreversibles en los sensibles componentes de los instrumentos. “Es una mezcla de olor a aluminio con el detergente desinfectante neutro que se usa para mantener el cuarto limpio”, trata de explicar. 

Los satélites son mucho más que cables, paneles solares, cámaras y miles de piezas de titanio y aluminio. Son la encarnación del trabajo colectivo y coordinado durante años. En el caso de la próxima gran misión espacial argentina, SABIA-Mar (siglas de Satélite de Aplicaciones Basadas en la Información Ambiental del Mar), congrega a 250 ingenieros e investigadores. En vez de observar la tierra, esta nave de 700 kg y una vida útil de cinco años se centrará en los océanos. Se encuentra en fase de diseño y construcción de varias de sus partes. 

“La misión SABIA-Mar se enfocará en el estudio de los mares y las costas para poder caracterizar el hábitat y el ecosistema marítimo de nuestra región, que suele ser de muy difícil acceso”, indica la física Carolina Tauro, investigadora principal de la misión en la CONAE y profesora del Instituto Gulich, “lo cual nos permitirá hacer un uso sustentable de sus recursos, como establecer zonas de protección marina y zonas de pesca”.

Los satélites deben superar numerosos test antes de ser lanzados al espacio. / Foto: INVAP

Para ello, desde una órbita baja, a entre 550 y 700 km de la superficie terrestre, utilizará una tecnología que recién está naciendo y se conoce como ‘ocean color’. Sus cámaras de alta sensibilidad podrán estudiar variaciones climáticas –debido a que los océanos son los grandes reguladores del clima del planeta–, identificar el movimiento de las algas microscópicas (o fitoplancton, cuya cantidad está relacionada con la cantidad de peces), y detectar la pesca ilegal. 

Argentina posee una costa marítima de más de 4700 km y un satélite de este tipo ayudará a monitorizarla. SABIA-Mar nació originalmente como una misión compartida con Brasil, pero por el momento es 100 % argentina. “Está en la Agencia Espacial Brasileña tomar la decisión de hacer un segundo modelo del SABIA-Mar; pero eso no está confirmado todavía”, apunta Leandro Colombano, ingeniero mecánico en INVAP. 

Está previsto que este satélite se lance en 2024, tras pasar extenuantes pruebas térmicas, de choque y vibración mecánica, junto a los test en una cámara sin oxígeno donde se simulan las condiciones a las que se enfrentará en órbita. Es el mismo camino que seguirán los próximos integrantes de la familia satelital argentina: el ARSAT SG-1 (o ARSAT Segunda Generación 1, anteriormente conocido como ARSAT-3) y el SAOCOM 2, que despegará en 2026.

Cámara de vacío donde los satélites pasan tres semanas y se simulan las condiciones del espacio. / Foto: Federico Kukso

En una época de consolidación de la actividad espacial en la región, con la creación en 2021 de la Agencia Latinoamericana y Caribeña del Espacio, estas tecnologías satelitales desempeñan una función simbólica y política más allá de sus resultados y servicios.

Cada pieza, antena, panel solar y satélite diseñado, fabricado, integrado, probado y eventualmente lanzado –por ahora fuera de Argentina, al menos hasta que entre en funcionamiento el lanzador nacional Tronador III–, es más que un contrato cumplido. En un país en desarrollo, dominado históricamente por la volatilidad política y la incertidumbre económica, constituye un paso más hacia su independencia tecnológica.

“Ejercer la soberanía espacial es casi tan importante como la soberanía territorial, marítima o del espacio aéreo”, subraya Tauro, que concluye: “Estas iniciativas implican independencia para poder conocer nuestro territorio y para gestionar nuestros recursos sin depender de otras misiones espaciales o de otros países”.

Fuente: SINC.

¿Qué relación hay entre el cerebro y la religión?

En su nuevo libro “Las neuronas de Dios”, el biólogo y divulgador científico Diego Golombek explora un nuevo enfoque basado en la neurociencia de la religión.

¿Sirve la neurociencia para explicar los fenómenos religiosos? El investigador principal del CONICET, Diego Golombek, se propuso investigar si en las creencias hay un fenómeno biológico subyacente. En dos entrevistas brindadas a Página12 y a El Espectador (de Colombia), el biólogo y profesor de la Universidad Nacional de Quilmes explicó un poco más sobre las investigaciones que realizó y que después plasmó en su reciente libro. 

Diego Golombek. Créditos: Télam / Leo Vaca

“Uno se puede sorprender de que haya un porcentaje tan alto de la población mundial que tenga creencias en lo sobrenatural, y que de éstos, un porcentaje muy alto organice esas creencias de manera social en forma de una religión. Estamos hablando de un 85% a un 90% de la población. Esto podría considerarse como un efecto cultural o social, pero sin embargo, números tan altos, tan desparramados y tan mantenidos en términos geográficos e históricos, permiten pensar en una hipótesis de que puede llegar a haber algo biológico en la propensión a creer en lo sobrenatural. Tirando de ese hilo aparecen un montón de investigaciones que proponen algo parecido, y si estamos hablando de creencias y de comportamientos, lo que subyace a esto es la interacción entre la biología y el ambiente. La biología en este caso está representada por el cerebro. De ahí surge la neurobiología o neurociencia de la religión, explica Golombek.

“A mucha gente la religión la ayuda. Incluso hay evidencias de que tiene efectos positivos sobre el estrés, sobre la ansiedad y sobre la salud en general. Está claro que creyentes o no creyentes, religiosos o no religiosos, todos tenemos preguntas existenciales. Qué hacemos acá, para qué estamos, por qué la tenemos que pelear todos los días. Muchos se preguntan también por la finitud de la vida, la muerte, ese tipo de cuestiones. La religión da respuestas a esto”, profundiza el biólogo.

Tapa del libro escrito por el biólogo y divulgador científico Diego Golombek.

En su libro Golombek postula que “la predisposición a algún tipo de creencia en Dios viene de fábrica” ya que “hay evidencias de que tenemos cierta mirada innata sobre las cuestiones morales y éticas” y ejemplifica: “Si hacés experimentos con niñas y niños prelenguaje, y les mostrás escenas con peleas entre figuras o entes abstractos, y hay unos que los ayudan y otros que no, se percibe una respuesta hacia los que ayudan como lo que estaría ‘bien’. Esto quiere decir que posiblemente haya un cableado, mantenido a lo largo de la evolución, sobre una cuestión moral o ética. Por lo tanto puede que venga de fábrica, pero al mismo tiempo es una construcción humana. Todo lo que nos pasa es un diálogo permanente entre lo que traemos de fábrica y lo que hacemos con eso. Ambiente, cultura, educación, familia. Y también la creencia en lo sobrenatural”, amplía.

Para explicar la evidencia biológica detrás de las creencias, Golombek las vincula a un fenómeno innato, natural, y no únicamente cultural y ambiental como comúnmente se piensa: “Las evidencias dicen que existen áreas del cerebro que se activan cuando las personas tienen experiencias místicas o rezan de forma repetitiva. Además, dichas áreas se pueden activar de forma patológica. En ciertos episodios de epilepsia se generan este tipo de fenómenos de religiosidad. Los grandes místicos de la historia probablemente han sido epilépticos; Juana de Arco, el indio mexicano Juan Diego, la monja Hildegarda, si uno lee atentamente lo que les pasaba, posiblemente tenían algún tipo de epilepsia en áreas del cerebro que tienen que ver con los fenómenos místicos”.

“La propensión a creer en lo sobrenatural es genética y seguramente nos acompaña desde los comienzos de la humanidad como un seguro evolutivo: por las dudas creamos que hay algo más para salir corriendo si es necesario. Además, la creencia nos ayuda a mitigar grandes angustias existenciales por la muerte y lo desconocido, que siempre han agobiado al ser humano”, señala Golombek.

Respecto a si la ciencia puede tomar en serio las experiencias religiosas, Golombek sostiene: “Siempre pensamos que quienes las experimentan están un poco locos, pero la gente efectivamente ve esas cosas. Una persona que tiene una experiencia mística, la tiene de verdad, para esa persona esa experiencia es real. Por supuesto, desde una perspectiva científica uno no puede aceptar presencias sobrenaturales, la ciencia se basa en lo natural. Sin embargo, dado que para esas personas en ese momento es algo real y aparece en su cerebro, la ciencia tiene la obligación de tratar de explicar qué está sucediendo en él”.

Los peligros de la pirotecnia

Petardos, rompeportones, bombas de estruendo, tres tiros, fosforitos, metralletas, baterías, truenos, entre otros artículos pirotécnicos, contienen peligros ocultos adicionales a lo explosivo.

Las mañanas siguientes a las noches del 24 y 31 de diciembre, es frecuente -por suerte cada vez menos- ver en las noticias la cobertura desde centros de oftalmología locales y hospitales de quemados sobre las víctimas de pirotecnia que fueron afectadas por “explosiones incontroladas”. A simple vista, el peligro más grande que esconde la pirotecnia parecen ser esos segundos desde que encendemos la mecha hasta que se produce la “explosión controlada”. Sin embargo la realidad es otra ya que, al margen de la deflagración, otro de los peligros al que estamos expuestos al manipular pirotecnia no es algo que podamos ver.

Créditos: Pexels/Griffin Wooldridge

Algunos fuegos artificiales y materiales pirotécnicos pueden alcanzar niveles de intensidad de sonido de entre 140 y 170 decibeles (dB). Para que nos hagamos una idea, esto significa un sonido más intenso que el que producen un martillo neumático durante su operación (130 dB) o un avión al despegar (140 dB). A partir de los 70 dB nuestros oídos comienzan a percibir el sonido como una molestia. Por ejemplo, las sirenas de ambulancias o patrulleros están preparadas para emitir sonido a 90 dB de modo de hacer notoria su presencia al resto de los conductores para que puedan darles prioridad de paso. Por encima de los 85 dB, la intensidad del sonido ya comienza a considerarse dañina para el oído humano.

La exposición a ruidos de corta duración y gran intensidad puede dañar las células sensoriales del oído interno y producir daño auditivo que, en ocasiones, puede llegar a ser irreversible. Si bien el oído humano tiene un mecanismo protector que reduce la transmisión de los sonidos más intensos hacia las delicadas células del oído interno, este actúa una décima de segundo después, siendo ineficaz frente al sonido que produce la explosión de un petardo. Es así como los sonidos de hasta 160 dB llegan casi inalterados al oído interno, afectando violentamente las delicadas células ciliadas

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) es recomendable que los adultos no se expongan a ruidos que superen los 140 dB, mientras que el límite para niñas y niños es de 120 dB. A partir de estos niveles, un factor clave para que pueda llegar a existir daño en el oído es el tiempo de exposición; cuanto más fuerte es el ruido, menos tiempo tarda en dañar la audición de la persona.

Por si todo esto fuera poco, el ruido de la pirotecnia afecta gravemente a personas especialmente sensibles como pueden ser las personas de edad avanzada con déficit cognitivo o con enfermedades mentales, bebés y niñas y niños con hipersensibilidad auditiva. Además, las personas con trastornos del espectro autista (TEA) o epilepsia pueden sufrir un estrés extremo y crisis de ansiedad que en ocasiones requiere hospitalización. Convulsiones, ataques de pánico, miedo, autolesiones y pérdida de la noción del tiempo son algunos de los efectos que pueden desencadenar los ruidos y luces de la pirotecnia en niñas y niños con autismo.

Finalmente, nos queda analizar qué pasa con nuestras mascotas. Sabemos que los animales son mucho más sensibles a los sonidos que los seres humanos. Por ejemplo, los perros, además de poseer un rango de audición (10.000 a 50.000 Hz) mayor que el de los humanos (16.000 a 20.000 Hz), su oído es 4 veces más sensible. También pueden percibir los sonidos a una distancia 4 veces superior. En el caso de los gatos, su oído está aún más desarrollado, por lo que son más sensibles a la contaminación acústica provocada por la pirotecnia.

Hay que tener en cuenta no sólo el sufrimiento de nuestros animales de compañía sino también las consecuencias para su salud e integridad ya que ante estos episodios pueden presentar agitación, palpitaciones, temblores, náuseas, falta de aire y mucha sed. Además, el temor por los ruidos puede hacer que escapen pudiendo perderse o hasta ser atropellados en su huída.  

Con todos estos datos ¿todavía te quedan ganas de usar pirotecnia? Acordate que si otros sufren, no es una fiesta.